viernes, 19 de diciembre de 2014

NUESTROS AMIGOS LOS ÁRBOLES

En un país como España en el que en muchas de sus regiones la presencia de vida vegetal superior es poco más que anecdótica, cabría  pensar que la existencia de algún individuo  de cierto porte podría suscitar si no nuestro  entusiasmo, sí  al menos una cierta dosis de curiosidad que eventualmente pudiera derivar en una relación un poco más apasionada.
Pero no, la mayoría de nosotros somos  tan indiferentes a nuestros  compañeros de reparto en el escenario vital en el que nos ha tocado desenvolvernos, que  por no saber no sabemos ni siquiera  distinguirlos entre sí, no siendo nada infrecuente que el  máximo grado de conocimiento no rebase la pueril distinción entre árboles y pinos según sean o no perennifolios.
Ahora bien esa indiferencia no es sólo por esas masas aparentemente  informes y monótonas que hemos dado en llamar bosques, montes o dehesas  que para muchos están integradas por individuos clónicos imposibles de individualizar; No,  nuestra insensibilidad va mucho más allá y ni tan siquiera somos capaces  de reconocer aquellos ejemplares singulares creadores por si mismos de paisaje  y testigos mudos del nacimiento y ocaso de generaciones, estirpes y linajes. Están allí y con eso basta.
Nadie se acerca a ellos a participarles sus penas, frustraciones, anhelos o ilusiones, nadie trata de averiguar qué vieron o escucharon sus copas, de qué  secretos son custodios, de qué traiciones fueron testigos o que amores protegieron con su sombra. ¡Qué lástima no querer contar con el consejo de gente tan veterana, con tanta experiencia, con tantos otoños a su espalda!
No los queremos ni como confesores, ni como psiquiatras a pesar de que son los que mejor escuchan y menos reprochan y los que  con su paciencia infinita y hablar pausado mejor nos animan, serenan y reconfortan, haciéndonos ver las cosas más claras, porque los árboles se comunican con nosotros a través de los aromas que desprenden,  el cimbreo de sus troncos, el balanceo de sus ramas o el susurro de sus hojas. En la conversación con los árboles, estos  siempre nos van a proporcionar lo que necesitemos, aconsejándonos desde el corazón de la tierra donde hunden sus raíces y obtienen la sabiduría eterna de la tierra
Por todo esto, estoy convencido de que debemos experimentar el placer de distinguirlos, conocerlos, darles nombre,  hablar con ellos e incluso abrazarlos y porque además los árboles han demostrado ser compañeros fieles que  en su día velaron las andanzas de nuestros mayores y si los cuidamos y respetamos podrán seguir aderezando las de nuestros descendientes.
Cuando salimos de casa al doblar la esquina seguro que hay un plátano de sombra, un olmo, un arce o cualquier otro arbolillo que nos regala un atisbo de sombra en verano, una nota de color en otoño o  nos anuncia la siempre ansiada primavera, sin contar la música que proporcionan su variado elenco de  inquilinos alados y sin embargo pocas veces nos detenemos y les dedicamos una mirada o una sonrisa. En el campo la cosa no es  muy distinta, ¿quién le  dedica un momento a esa vieja encina relegada a un minúsculo baldío entre  tierras de labor interminables o  a ese ciprés apoyado en la valla del cementerio que sólo vemos de soslayo cuando   no tenemos más remedio que acompañar a un difunto a su última morada o al chopo rugoso  que hay junto a la fuente otrora concurrida y hoy casi olvidada?
Animémonos y amemos a nuestros árboles, distingámoslos, démosles nombres compartamos con ellos nuestras penas y alegrías, hablemos con ellos y tengamos por seguro que recibiremos  mucho más de lo que podamos haberles entregado porque no hay ser más abnegado, generoso y agradecido que el Árbol.
Probad a abrazar un árbol y permaneced unidos a él susurrándole vuestras congojas y comprobaréis como os las arrebatan y os purifican sin pediros nada a cambio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario